lunes, 31 de mayo de 2021

L'Atalante (programa 5: Recién casados)


 (...) L’Atalante tiene todas las cualidades de Zéro de conduite y algunas más como madurez y maestría. En él podemos encontrar reconciliadas dos grandes tendencias del cine, el realismo y el esteticismo. En la historia del cine ha habido grandes realistas, como Rossellini, y grandes estetas, como Eisenstein, pero muy pocos cineastas se han preocupado de combinar ambas tendencias, como si fueran contradictorias. En mi opinión, L’Atalante contiene a la vez Al final de la escapada, de Godard, y Noches blancas, de Visconti, es decir, dos películas imposibles de comparar, y que está incluso en las antípodas una de la otra, pero que son representativas de lo que mejor que se ha hecho en cada género. En el primero, se acumulan trozos de verdad que, puestos juntos, conducen a una especie de cuento de hadas moderno; en el segundo, se parte de un cuento de hadas moderno para reencontrar al final del camino una verdad global. 

        En fin, creo que se subestima con frecuencia L’Atalante viendo en ella sólo un tema menor, un tema “particular” que se contrapone al gran tema “universal” tratado en Zéro de conduite. 

L’Atalante aborda en realidad un gran tema, poco habitual en el cine: los primeros pasos en la vida de una joven pareja, las dificultades para adaptarse el uno al otro, empezando por la euforia de la unión sexual (eso que Maupassant llamaba “el brutal apetito físico bien pronto apagado”) y siguiendo con los primeros roces, la trifulca, la fuga, la reconciliación y, por último, la aceptación mutua. Bajo este punto de vista, es evidente que el tema de L’Atalante no es “menor” que el de Zéro de conduite. (...)

Salès Gomès señala que los artículos hostiles a los films de Vigo contenían frases como “Es agua de bidet” o “Se roza lo escatológico”. André Bazin, en su artículo sobre Vigo, empleó una expresión feliz al referirse a su “gusto casi obsceno por la carne”, porque  es cierto que nadie ha filmado la piel de las personas, la piel del hombre, tan crudamente como Vigo. Desde hace treinta años nada ha igualado, en este terreno concreto, esa imagen de la mano untosa del profesor sobre la manita blanca del niño en Zéro de conduite, o los brazos de Dita Parlo y Jean Dasté cuando van a hacer el amor o, mejor aún, cuando se separan, y un montaje en paralelo nos los muestra volviendo cada uno a su cama, él en su barcaza, ella en la habitación del hotel, los dos sufriendo los males del amor en una escena en la que la maravillosa partitura de Maurice Jaubert tiene un papel de primera importancia, secuencia carnal y lírica que equivale exactamente a un coito a distancia.(...)

Jean Vigo murió a los 29 años, François Truffaut en Las películas de mi vida

¿L’Atalante? Humanidad. Humanidad entre la gente pobre. En jersey y en camiseta. Nada de cristales brillantes sobre el mantel. Trapos que cuelgan. Cacerolas. Cubos. Pan. Una botella. Fulgores humildes en una semi-oscuridad acentuada por las neblinas del río. La sombra furtiva de Rembrandt que se encuentra, entre muebles rugosos y paneles de planchas, con la sombra maliciosa de Goya, guitarras, gatos sarnosos, toscas máscaras de baile, monstruos disecados, manos cortadas en un frasco; ese extraño perfume de exotismo y de poesía que todo viejo marinero arrastra tras de sí entre olores de ron y de alquitrán, un algo de un rayo inesperado de las mares iluminadas en la más pobre guarida. Un payaso burlesco, con la pacotilla de magia, demonio para pobres tipos que la tentación no ha tocado, porque los barcos de los canales y ríos no pasan de la linde de la ciudad. Pensaba todo el tiempo en esos pinceles de luz que pasean tan lejos de sí por la corona giratoria de los faros y tocando al azar sobre el agua negra el resto de un naufragio, un cadáver, un montón de algas, o un resplandor en la superficie del abismo. 

A menudo pensé en Corot ante sus paisajes de agua, de casitas sobre la orilla tranquila y de barcos que avanzan con lentitud a través de sus estelas plateadas, en su ordenación impecable, en su fuerza invisible señora de sí misma, en ese equilibrio de todos los elementos de un drama visual que acoge tiernamente y con una aceptación total, en la perla y el oro y que recubren con su velo transparente la nitidez de los planos y la firmeza de las líneas. Y, quizás por eso, he apreciado aún más el placer de respirar, en ese marco tan nítido, tan perfectamente desprovisto de empastados y de ampulosidades, tan clásico en suma, el espíritu  mismo de la obra de Jean Vigo, casi violento, en cualquier caso atormentado, febril, rebosante de ideas y de fantasía, truculento, de un romanticismo virulento o incluso demoníaco, aunque constantemente humano.

Elie Faure en Pour vous, citado por P.E. Sales Gomes en La mort de Jean Vigo, en Cahiers du Cinéma, nº50

Programa 5: "Recién casados"

 


Los cuentos, a menudo, terminan con una boda: se casaron, vivieron felices y comieron perdices. Como si la boda fuese el final de la ficción, el principio de otra cosa. Sin embargo, también hay otros cuentos de los que se podría decir que empiezan con la boda, por ejemplo Barba azul o, en cierto modo, con disimulo, La bella y la bestia. En esos cuentos, una mujer joven se va a vivir con un hombre y sólo al llegar al castillo o a la casa descubre dónde se ha metido, cuál va a ser su vida a partir de entonces. 

Las tres películas de este nuevo programa de Contactos, “Recién casados”, podrían ser, cada una a su manera, variantes de esos cuentos. Las tres empiezan con una boda y en las tres la mujer tiene que irse a vivir al mundo del marido, un mundo que hasta ahora no conocía. En las tres se logra filmar eso, el momento en el que una mujer descubre su nuevo hogar, ya sea barcaza, cabaña o casa. En las tres películas parece como si el cine hubiese sido inventado para eso, para filmar el encuentro entre un ser y un lugar que hasta entonces eran ajenos el uno al otro. No es aquí la mirada del héroe seguro de sí mismo que a donde va lo entiende todo a la primera, sino la mirada de alguien que descubre un mundo que, en el fondo, ni siquiera podía imaginar. Y es asombroso cómo las tres películas, por su puesta en escena, logran hacernos sentir eso: una conciencia que de pronto tiene que asimilar un mundo ajeno. 

En las tres películas, claro, ese choque entre la mujer y el mundo del marido resultará complicado. Ella, en realidad, trae consigo su propio mundo y nada puede funcionar si del encuentro no nace otro mundo más, uno que ya no sea el de ella ni el de él, uno que sea el mundo de los dos, porque esos mundos están ahí para cambiar y cuando no lo hacen, cuando uno intenta imponerse al otro, entonces no hay matrimonio que valga. 

En L’Atalante, de 1934, película febril de Jean Vigo, realista e irreal al mismo tiempo (que rodó  y montó poco antes de su muerte, muy joven, a los veintinueve años), la joven esposa sale por primera vez de su pueblo el día de su boda para irse a vivir con su joven marido a la barcaza de la que él es capitán. La barcaza, una de esas que recorren los canales de Francia, es un pequeño mundo cerrado, aislado de todos esos lugares (campos, pueblos, París) que atraviesan pero que apenas se adivinan a lo lejos, más allá de la orilla, de oídas más que de vista (el sonido era entonces un invento reciente y la película se asombra con sus posibilidades). La barcaza avanza por el canal como una de esas atracciones de feria que trazan una y otra vez el mismo recorrido a través de un mundo mágico que no se puede tocar. Es una vida sobre raíles y es, además, un mundo de hombres. Son tres. El marido, un grumete adolescente y un viejo marinero extravagante, interpretado por Michel Simon, cuyo camarote es un pequeño museo de curiosidades y cuyas palabras son una recopilación de anécdotas inconexas, como si se hubiese convertido a sí mismo en toda la fantasía que la monotonía del recorrido de las barcazas impide.

Drums Along the Mohawk, de 1939, de John Ford, empieza por un ramo de flores tembloroso en manos de una novia a punto de decir sí. La película va, en parte, de esos nervios ante lo desconocido, ante aquello que marca un antes y un después en la vida. La joven esposa, nacida en una buena familia del Este, va a descubrir el precario mundo de la frontera, en el valle del Mohawk, a finales del siglo XVIII, cuando la independencia de Estados Unidos ya ha sido declarada pero todavía no es una realidad. Es un mundo campesino y al mismo tiempo es un mundo en guerra. De las tres películas es aquella que transcurre a lo largo de más tiempo (y, al fin y al cabo, de lo que va la cuestión del matrimonio es de tiempo, tiempo a partir de ahora pasado juntos, una promesa de eternidad que puede asustar o dar seguridad) y es aquella en la que más claramente mujer y marido se van dando el relevo: si él pierde confianza la tiene ella, si ella pierde confianza la tiene él.

En Stromboli, de 1950, de Roberto Rossellini, el encuentro entre la protagonista y el mundo del marido es el más violento de las tres películas. Sabemos desde el principio que ella no se casa por amor sino por salir de un campo de prisioneras y lo que descubre al llegar a Stromboli es, en cierto modo, otra prisión, una prisión rodeada por el mar, bajo la sombra amenazante de un volcán y bajo la mirada siempre desconfiada de todo el pueblo. La película, además, redobla ese choque del personaje con el entorno al filmar cómo una estrella de Hollywood, Ingrid Bergman, se encuentra con un cine hecho de otra manera. Pero tampoco en este caso se trata de un registro documental, sino de la invención, secuencia a secuencia, de una forma que cuente eso, un ser ante un mundo que no es el suyo y que quizás, por esa falta de control, por ese despojamiento, queda reducido a sus propias fuerzas, a su esencia. La película empieza por una boda pero es en realidad la historia de una soledad y del encuentro, quizás, no de una mujer con su marido sino de una mujer con un volcán. 

miércoles, 26 de mayo de 2021

La dicción y el decorado, por Éric Rohmer


He dejado a los actores libres de hablar según el ritmo que les parecía propio. No he intentado acelerar ni ralentizar su ritmo, salvo en una escena que no estaba saliendo bien, pero en el resto han llevado el ritmo que les parecía natural. Beatrice Romand no habla rápido pero tiene el mérito, que me parece muy grande, de articular. Por hacer una comparación, no quiero que se entienda mal, es por mostrar la estima que le tengo, si hay un estilo de actor con el cual la asimilaría, es el de Fernandel. Porque Fernandel era muy cómico pero hablaba muy lentamente. Articulaba, separaba las palabras, lo que no le impedía ser cómico, se saboreaban sus palabras.La idea de comprenderlo todo me parece importante en el cine y creo que un diálogo está hecho para ser comprendido. 

(...)

Me gustan mucho las piedras y las ciudades pero en las películas a veces es ingrato, si es demasiado bonito. Es la dificultad de lo turístico, de lo demasiado bonito, de lo pintoresco. Pero en esta película era importante mostrar que es una chica que tiene un amor por el arte pero que no logra expresarse creando artísticamente. La he mostrado en entornos artísticos. Primero el taller de un pintor en el que hay cuadros, aunque todo va tan rápido y está tan oscuro que quizás no se notan. Son cuadros que representan fachadas de casas de los años treinta. Luego está la tienda de antigüedades. También está la habitación de Sabine, que decoré yo mismo. Escogí esos carteles. La idea me vino hojeando libros, me atrajeron esas imágenes, una en la que había un sol, otra en la que había una luna. Es un motivo que encontramos también en la lámpara, que es una lámpara hecha por un artesano de Le Mans, en cuya tienda está el personaje de Clarisse. Así que tuve la idea del sol. Ella ha intentado darle una coherencia a la habitación, en tonos rosas. Eso también es algo deliberado. Intento dar a mis películas, sin caer en lo decorativo o en el esteticismo, un color particular. En La mujer del aviador había buscado colores fríos, el azul, el verde, con un poco de amarillo, el del impermeable de la chica joven. Y más o menos lo logré, a pesar de las dificultades que hay al rodar en decorados naturales. Para esta película que transcurre en otoño tenía que haber colores cálidos, marrones, rosas, y lo logré bastante bien, modificando apenas los decorados. Los papeles pintados de las paredes no fueron repintados. Simplemente quité algunas cosas y conservé otras. 

(...)

Entrevista con Claude-Jean Philippe et Caroline Campetier en France-Culture, «Le cinéma des cinéastes» del 30 de mayo de 1982


martes, 25 de mayo de 2021

Le beau mariage, por Pascal Bonitzer

        (...) El valor que Rohmer le da al fuera de campo y a los ausentes que lo pueblan es evidente: incluso cuando sólo son dos, los protagonistas de las películas de Rohmer siempre son al menos tres. Hay que incluir como tercera parte al referente del diálogo, que lo determina. Siempre hay al menos un ausente, en relación al cual se juega lo que sucede entre los dos protagonistas. A menudo, el ausente no existe más que de oídas, pero su sombra o su luz lejanas no por ello dirigen menos, indirectamente, todas las palabras de los protagonistas, no por ello inciden menos en todos sus actos, en todos sus gestos. En función de ese (o esa) ausente, ellos hablan o actúan. 

        Un ejemplo: en La buena boda, cuando Sabine le dice a su amante Simon “Me voy a casar”, esta frase tan simple desde el punto de vista del enunciado es extremadamente compleja desde el punto de vista de la enunciación. En apariencia, se trata tan solo de una información, del enunciado de un proyecto que Sabine le confía a su amante. En realidad, se trata de algo muy diferente, pues el proyecto, manifiestamente, se acaba apenas de formar en la boca de Sabine, antes que en su cabeza. Cuando ella lo enuncia, es en un primer momento la expresión de un despecho y de un hartazgo, de un sufrimiento del amor propio. Es una manera de vengarse de la humillación que siente por ser la eterna amante de hombres casados. Es una revancha, es un desafío, es una manera de retomar el control en una relación que la humilla. Es su manera de anunciar a su amante que súbitamente ha decidido romper. Sus palabras, en efecto, no cobran todo su sentido más que a continuación de una llamada de teléfono de la mujer de Simon que interrumpe sus retozos. Son el producto de una frustración del instante que, manifiestamente, es la gota de más. El vaso desborda. Sabine ha querido creer que ella y Simon eran dos, sin embargo eran tres, había entre ellos, habrá siempre entre ellos, la mujer de él. Al decir “Me voy a casar”, Sabine marca quizás un punto en la guerra de sexos, porque eso significa que reenvía su amante a su mujer y que ella parte a la conquista, Don Quijote ella también, de ese hombre ideal que Simon no ha sabido ser. Pero eso la implica también en una apuesta que tendrá que ganar o perder(...)

Éric Rohmer, Pascal Bonitzer

lunes, 24 de mayo de 2021

Le beau mariage (programa 4: Me voy a casar)


 (...) No es la primera vez que una película de Rohmer produce esa sensación de objetividad, tan difícil de analizar. Se debe, creo, a esto: Rohmer filma casi siempre a gente habladora que habla sin medida (es decir, de cualquier manera) de los deseos que tienen - o que no tienen. Las mujeres libres, los dandies sesentayochistas, los héroes medievales, los histéricos, tienen esa franqueza de palabra. Pero nada, en los otros personajes ni en decorado, en las astucias del guión ni en la “mirada” del autor desmiente ni confirma lo que dicen de sí mismos. No hay ningún eco. Todo deseo proferido es, por ese hecho, indecidible. El espectador es puesto entonces en una situación muy interesante, que concurre mucho en el “encanto” del cine de Rohmer (pero “encanto” en el sentido “mal de ojo”). O bien hace como si entrase en la ficción del deseo del personaje (porque es en sí deseo de una ficción, de una historia, “una storia” como las que reclaman en Passion [Godard, 1982]. O bien se contenta con mirar la película, contemplar su puesta en escena, y ve bien que no se trata -pero nada de nada- de un mundo de deseo. En términos lacanianos y por ir rápido, se puede afirmar que Rohmer es menos un cineasta del deseo que de la demanda, la demanda siendo nada menos que el deseo alienado en la trampa del discurso (“me voy a casar”).

Le Beau Mariage es una comedia, pero una comedia extraña, en la que asistimos -a sabiendas- a la preparación minuciosa de un plan que no puede funcionar. Rohmer podría ponernos de parte del deseo de Sabine o, al contrario, significarnos muy pronto que no tiene ninguna posibilidad. Pero en los dos casos el espectador perdería su bien más preciado: su libertad de juicio. Rohmer lo mantiene, pues, entre medias, en suspensión. Cuanto más avanza la película, cuanto más odiosa y, literalmente, ineludible, se vuelve Sabine, más se siente llevado el espectador a desear que algo funcione a pesar de todo, que algo, cualquier cosa, suceda. No se le da tanta libertad al espectador más que para tentarlo, teología cristiana obliga. Tentación de creer en lo increíble, de ir contra lo que ve en la pantalla. Reconocemos ahí el esquema puritano-hitchockiano que Rohmer estudió tan bien en su día, el arte de hacer funcionar un máquina en el vacío, con “me voy a casar” en el papel del MacGuffin. (...)

El mundo de Rohmer es así. Es deseo es mímica, tomada el pie de la letra,monería. Recordad el inicio de Perceval (y la famosa pregunta hecha al primer caballero que se encuentra: “¿Sois Dios?”). La imitación del deseo merma en alguna parte la integridad de los cuerpos sobre los cuales se injerta. Sino, esos cuerpos habitan el mundo como objetos singulares, abocados a la singularidad, prometidos ala objetividad de la cámara, al gusto de Rohmer por la etnología social. Un deseo-MacGuffin para un mundo perverso. Un mundo en el cual el señuelo del deseo produce el señuelo del movimiento pero en el que el único goce -el del Maestro, el de Dios- queda reservado al retorno a la casilla de salida y al goce de ese retorno. Al de Hitchcock, hay que añadir el nombre de dos grandes obsesivos: Hawks (que Rohmer siempre ha amado por sus cualidades deportivas) y Buñuel (del que siempre ha desconfiado por su falta de respeto exhibida hacia la religión).

Cineasta clásico, Rohmer choca con un problema mayor del clasicismo: va cada vez más deprisa (comparadas con Le Beau Mariage o La femme de l’aviateur todas las peliculas francesas parecen aquejadas de languidez y de estancamiento narcisista), pero cuanto más rápido va, menos va a alguna parte. La moral del clasicismo, si se quiere, consiste en negarse a dar el espectáculo de la mímica de la evolución de los personajes, o de la resolución de la ficción. En una comedia, en un proverbio, en una película de Rohmer, la “moraleja” es inherente a la situación de partida, a sus factores, así como el fracaso de Sabine reside enteramente en su manera de aferrarse al significante “me voy a casar”. Un personaje rhomeriano no evoluciona, no cambia, no resuelva nada; es al final de la película lo que era al principio y era al principio lo que es el actor fuera de la película. Es por eso que Rohmer logra tan admirablemente integrar en una misma película actores curtidos, debutantes, no-actores y amigos. Sin duda porque cree en la trascendencia, trata todo únicamente en el plano de la inmanencia. Su metafísica tiene una parte de física y le mantiene a resguardo de todo idealismo (en ese sentido es realmente la anti-ficción de izquierda). Pero rechazar la evolución es una cosa, no contar una historia es otra. Hace falta a pesar de todo, un principio y un final. (...)

La maison-cinéma et le monde. Tome 1 - Le temps des “Cahiers” (1962-1981), Serge Daney


miércoles, 12 de mayo de 2021

Due soldi di speranza, por Miguel Marías


(...) Se olvida, o se ignora simplemente, y ni siquiera se sospecha —algún malvado le puso a Castellani y a otros, que no se le parecen nada, la etiqueta infamante de “calígrafo”, como si la buena letra estuviese reñida con algo—, que durante unos diez años (1947-57), Castellani hizo al menos cuatro películas excelentes, suficientes para que valga la pena visitarlas de vez en cuando, entre otras cosas para recordar —y poder creerlo— cuán grande fue el cine italiano entre 1945 y los primeros 60, ya más irregularmente durante otro decenio. Desde Sotto il sole di Roma (1947) y È primavera…(1949) hasta I sogni nel cassetto (1957), pues, Castellani fue provisional, sorprendente y transitoriamente grande. De ellas, la mejor es —y todas son divertidas y emocionantes, lúcidas y conmovedoras, generosas y veraces, decentes y luminosamente libres— Due soldi di speranza (1951), cristalización explosiva casi milagrosa de una posible evolución “natural” del neorrealismo hacia historias menos dramáticas (menos “socialmente relevantes”, melodramáticas o quejumbrosas) y protagonizadas (ahí está quizá la razón del cambio que suponen, y de su frescura) por jóvenes, que curiosamente anuncia (aparte de dos misteriosas e impensables y muy poco vistas películas soviéticas de Marlen Jusiev en 1956 y 1961) la insólita e irrepetida “opera prima” de Jacques Rozier, Adieu Philippine (1962).

Como suele ocurrir con este tipo de películas, de aire (aparentemente al menos) improvisado e impremeditado, poco patentemente estructuradas, muy “sueltas”, e interpretadas por aficionados desconocidos, principiantes inexpertos o "no actores", una gran parte de su atractivo y de su duradera fascinación procede del acierto mayúsculo en su elección, que en Italia no fue infrecuente, todo hay que decirlo. El “casting” de la prodigiosa Maria Fiore, que se convirtió en actriz pero nunca más brilló, que yo sepa, con tal encanto e intensidad, es quizá la clave de la película, pues la cámara queda prendada de ella y ella no sabe interponer "método" alguno para no revelarse al objetivo. Pero Due soldi di speranza destaca igualmente por su mirada afectuosamente crítica y conmovida a unos personajes que resultan ser una inocencia nada ingenua, nada bobalicona, nada prefabricada, que se sienten supervivientes y tienen ansias de vivir en un medio campesino u obrero, modesto, que no les permite elegir de acuerdo con sus deseos, sino dentro de unos límites y con ayuda de una cierta astucia picaresca. (...)
Miguel Marías en Miradas de cine

(Y, en el vídeo, un momento de Due soldi di speranza en Histoire(s) du cinéma, 1B, Une histoire seule, de Jean-Luc Godard.)

domingo, 9 de mayo de 2021

Due soldi di speranza (programa 4: Me voy a casar)



A quien pusiera todavía en duda la fuerza y el porvenir del neorrealismo, Due soldi di speranza, de Renato Castellani, que ha obtenido este año el gran premio del Festival de Cannes, opondría un nuevo argumento sin réplica posible. Esta obra maestra, aunque de un modo muy diferente a Ladrón de bicicletas, prueba una vez más que el cine italiano ha sabido inventar una nueva relación entre la vocación realista del cine y las eternas exigencias de la poesía dramática. (...)

Se puede ver en este film maravilloso cómo y por qué el neorrealismo ha triunfado de su contradicción estética. Castellani es precisamente de los que se irritan por la etiqueta; y sin embargo, su film responde perfectamente a los cánones del neorrealismo: es un prodigioso reportaje sobre el paro rural en la Italia contemporánea y más precisamente en la región del Vesubio. Todos estos personajes han sido tomados con toda naturalidad sobre los lugares de la acción (en particular la madre de Antonio, la extraordinaria comadre desdentada y gritona, pero bromista). La técnica de construcción del guión es típica. Los episodios se suceden sin razón, al menos sin necesidad dramática. El relato es una a manera de rapsodia, y el film podría durar dos horas más sin que su equilibrio resultara afectado en lo más mínimo. Y es que los acontecimientos no marcan las etapas de una estructura dramática apriorística; se encadenan accidentalmente como la misma realidad. Pero resulta claro que esta realidad es la misma de la poesía, y que las necesidades dramáticas son sustituidas por las armonías más secretas y más elásticas del cuento. Y entiendo cuento en el sentido oriental. De tal forma que Castellani realiza la perfecta paradoja de darnos una de las más bellas, una de las más puras historias de amor del cine, y que esta historia, que evoca a Marivaux y Shakespeare, sea al mismo tiempo el testimonio más preciso, la requisitoria más implacable contra la miseria rural italiana en 1951.

¿Qué es el cine?, André Bazin


(...) “La primera versión del guión”, dice Castellani, “tenía un tono más picaresco; tenían más importancia las pequeñas estafas, los “geniales” enredos del ambiente de la ciudad de Napoles. Algo en la línea de E’ primavera. En el curso de la escritura, el tono se volvió más serio, reflejando el estado de ánimo de mi principal colaborador y protagonista de la película, Antonio. Sirviéndome de una estenógrafa, en un primer momento registré todo lo que Antonio -al que había hecho venir a Roma- me contaba, de él y de su tierra, en su lenguaje fresco e instintivo, y sin embargo “literario”, es decir, denso de metáforas, digno de un poeta popular. Episodios, personajes, historias viejas y nuevas de Boscotrecase salían de su boca, y él las contaba con una profunda, y sin embargo irónica, tristeza. Historias y personajes en las cuales yo me aferraba al aspecto humorístico, aún comprendiendo la pena. Por otra parte Antonio ya era, por sus historias, uno de esos personajes. La primera vez que le conocí y que le pregunté cómo estaba me respondió: “Me mantengo”; y así era, ni bien ni mal, vivía, hasta ahora había ido tirando y esperaba seguir vivo también mañana. Y otra vez que le pregunté por qué no desayunaba, me respondió que, cuando trabajaba de carretero, “se había desacostumbrado” de comer por la mañana, para no quedarse sin nada para mediodía. Así, sin ningún programa preconcebido, por sucesivas decantaciones, registrando las palabras de Antonio y utilizando dentro del material que me proporcionaba lo que me parecía más apropiado, salió el guión de la película, tomaron fisionomía los personajes y nació el diálogo. (...)

Vietati a Giulietta e Romeo. Due soldi di speranza, Stelio Martini, revista “Cinema”, nº85, 1952


(...) Due soldi di speranza no es una película neorrealista sino una de las más construidas, y diría que de las mejor construidas, comedias cinematográficas italianas, según la tradición de la comedia del arte. Es un divertimento astuto e inteligente, que alcanza lo poético en la figura de Carmela, centro efectivo y único de la obra. Y en Carmela se exalta la prepotencia de la juventud, el instinto natural de la vida, la fuerza virgen y púdica del amor, manifestada en un ritmo que invade la película como una ola que, a pesar de todo, es voluntad, es alegría de vivir. (...) Por Carmela, todo el lugar se ha convertido en un gran escenario, todos los lugareños se han hecho actores (¡y qué buenos!) y giran en torno a ella, única criatura humana, verdadera, como en una fiesta por la juventud. (...) El director se ha planteado el único problema de comprender este carácter, de expresarlo en toda su desconcertante y apasionante vitalidad: lo ha logrado. Quien tome este vívido retrato por la representación de una sociedad campesina del mezzogiorno italiano comete un error de perspectiva que le impide captar el sentido de la película. (...)

Esuberanza di Carmela e sette peccati capitali, Luigi Chiarini,  revista “Cinema”, nº86, 1952

miércoles, 5 de mayo de 2021

El sistema de trabajo de Hawks, por Robin Wood



Del guión a la película:


El sistema de trabajo de Hawks ha sido siempre firmemente concreto. Empieza por el deseo de contar una historia. Sus materias primas son no sólo la historia y sus personajes, sino también los actores. Se modifican los diálogos y las situaciones durante el rodaje a medida que la personalidad del actor se funde con la del personaje que representa. Así, la importancia de un film de Hawks no se debe a algo que pueda estar escrito en un papel antes de la filmación. El crédito final de las películas que produce y dirige generalmente invierte el orden usual de los términos, y dice: “Dirigido y producido por Howard Hawks”; a veces, incluso el “dirigido” está escrito en letras mayores. Es una detalle sin importancia en sí mismo, pero indica donde reside para Hawks la creación real de la película: Ni en la preparación del guión (como para Hitchcock, si hemos de creerle cuando insiste en que para él la película se termina antes de empezar el rodaje, cuando el guión técnico ya se ha completado), ni en el montaje (como para Welles), sino en esa colaboración con los actores y la cámara que constituye la puesta en escena, un arte concreto y práctico. Su actitud hacia los actores es opuesta a la de Joseph von Sternberg. Es bien sabido que Sternberg utiliza a sus actores como marionetas. Hawks los utiliza como a seres humanos y trabaja con ellos en una colaboración creativa. Se empieza a comprender la naturaleza de su arte cuando se descubre en qué medida es importante para el éxito de una de sus películas la relación que mantiene con sus estrellas.

Howard Hawks, Robin Wood


El arte de Hawks, como lo describe Robin Wood, depende de la colaboración activa con los actores, del momento mismo del rodaje. Esto se siente, aunque no nos demos cuenta, mientras vemos las películas, mientras nos lo pasamos bien. Es, en realidad, la razón por la que nos lo pasamos bien. Pero resulta que podemos tener un atisbo de ese trabajo haciéndose si, después de haber visto o vuelto a ver la película,  leemos, por ejemplo, el inicio y el final del guión de rodaje y así descubrimos todo lo que cambia del texto a la película, gestos, imágenes, frases que desaparecen o se transforman, frases que eran dichas en presencia de un personaje y ahora lo son en presencia de otro, cómo la vitalidad de la película está hecha de miles de pequeñas modificaciones, de piezas que de pronto encuentran el lugar en el que se vuelven inevitables. 

Por dar un ejemplo concreto. En la escena final, según el guión, Cary Grant sube a lo alto del andamio de su dinosaurio por despecho de su ruptura con su prometida. Luego Katharine Hepburn irrumpe y, según el guión, Grant siente la tentación de bajar hasta ella pero al mismo tiempo tiene miedo. En la película, en cambio, él apenas reacciona  a la ruptura con su prometida, no dice ni una palabra para justificarse o retenerla y el gesto de subir a lo alto del andamio es un gesto de pánico ante la llegada de Hepburn. Por una parte esto tiene sentido, pues a estas alturas lo que puede hacerle reaccionar es Hepburn y no su prometida, y por otra parte reservando la subida al andamio para la entrada de Hepburn ya no es necesario sobreactuar una mezcla de miedo y tentación, sino que es el gesto el que lo cuenta. Aunque todo esto es intentar dar razones para lo que, en el momento mismo, les debió de parecer, ante todo, que funcionaba.


El guión completo de Bringing Up Baby se puede consulta aquí:

https://www.dailyscript.com/scripts/BringingUpBabyScript.pdf


lunes, 3 de mayo de 2021

Bringing Up Baby (programa 4: Me voy a casar)


"En sus comedias siempre aparece una mujer que persigue a un hombre muy tímido. Es poco corriente que en la pantalla los hombres sean tan tímidos y la mujeres tan agresivas. Sin embargo, usted ya lo hacía en los años veinte y los treinta, antes de que ese tipo de cosas se utilizaran con frecuencia en las comedias.

Tú coges un profesor, y utilizas el papel de la chica para destrozar su dignidad… Katie Hepburn y Cary eran una gran combinación. Es bastante difícil pensar en otro que no sea Cary Grant para este tipo de cosas. (...) Era maravilloso. Al final yo le decía, “Cary, esta es una buena oportunidad para hacer el Número Siete”. El Número Siete consistía en tratar de decir algo a una mujer que no para de hablar. Sencillamente, hacíamos el Número Siete. Y él tenía que encontrarle variaciones. Él y Hepburn eran sencillamente grandiosos juntos. Era una historia tan divertida, que era fácil resultar divertido en ella. (...)

¿Qué tal era Hepburn para trabajar con ella en La fiera de mi niña?

Al principio tuvimos problemas con Kate. El mayor problema es la gente que trata de ser graciosa. Si no tratan de ser graciosos, entonces lo son. No conseguía hacer nada con ella, así que fui a un actor que era cómico en los Ziegfield Follies y cosas así, Walter Catlett, y le dije: “Walter, ¿has estado observando a la señorita Hepburn?” Él dijo, “Sí”. “¿Sabes qué es lo que hace?” “Sí”. Y le dije, “Se lo dirás?” Me dijo, “No”. “Bueno”, dije, “supongamos que ella te pide que lo hagas”, “Bueno, entonces tendré que decírselo”. Así que fui a Kate, y le dije, “No estamso avanzando demasiado en esto. No consigo entenderme contigo, pero hay un hombre allí que creo que conseguirá hacerlo. ¿Quieres hablar con él?. Volvió de hablar con él y me dijo, “Howard, contrata a ese tipo y mantenlo por aquí varias semanas, porque le necesito”. Y desde entonces, supo cómo interpretar mejor una comedia, que es limitándose a leer las frases."

Hawks según Hawks, Joseph McBride


"Recuerdo aquí las emocionantes palabras con las que Freud concluye El chiste y su relación con lo inconsciente: “el estado de ánimo de la infancia, en la que no conocíamos lo cómico, no éramos capaces del chiste y no necesitábamos del humor para sentirnos felices en la vida”. (...)

Es indudable que somos invitados a leer estos sucesos como una alegoría sexual, pero es también innegable que lo que Hepburn dice, al abrir la caja y mirar dentro, es verdad: “Es sólo un viejo hueso. Claramente, George [el perro] está de acuerdo con ella. El juego entre lo literal y lo alegórico determina el curso de la narración y provee con direcciones contradictorias a nuestra experiencia de ella. (...)

La cuestión de quién sigue a quién preside su relación desde el inicio. Al final de la primera escena, en el campo de golf, él responde a la acusación de ella negando que la esté siguiendo y, en un sentido convencional, no lo está haciendo; pero no se puede negar que, literalmente, lo está haciendo. (...) Al final de la secuencia del restaurante, su salida -el hombre llevando a la mujer y sin embargo siguiendo sus pasos, como en un tango onírico, a la manera de un perro- identifica la cuestión de quién sigue a quién con el asunto de quién está detrás de quién, que sigue siendo temático en las escenas siguientes. (...)

He sugerido que la labor del romance en esta comedias está diseñada de tal manera que evite las distinciones entre Vieja y Nueva Comedia y que esto para mí significa que plantea una estructura en la que dudamos permanentemente de quién es el héroe, quién, hombre o mujer, es el partener activo, quién está en una misión, quién sigue a quién. (...)

Mi idea es que la estructura de este tipo de comedias hay que entenderla de la manera siguiente: los protagonistas aceptan la idea implícita de que el matrimonio requiere su propia prueba, que nada venido del exterior puede probar su validez; y estas comedias consisten en los intentos que ellos hacen por entenderlo, quizás subvertirlo, para extraerse a sí mismos de la necesidad del primer paso y llegar directamente a un estado de reafirmación. Es como si pasasen esa noche de verano no ya enamorándose a primera o segunda vista, sino convirtiéndose en enamorados de infancia, inventando para sí mismos un pasado compartido, y perdido, al cual puedan desear permanecer fieles. (Entre otras percepciones, no excluyentes, del decorado final, este puede ser leído como una casa en un árbol o una cuna.) Es una especie de reconstrucción prehistórica. Que esta se derrumbe no es exactamente gracioso. Grant, en particular, nunca sonríe."

Pursuits of Happiness, The Hollywood Comedy Of Remarriage, Stanley Cavell

Programa 4: "Me voy a casar"

 

Son las cosas de la vida, son las cosas del querer

no tienen fin ni principio, ni tienen como ni por qué.

Las cosas del querer


Qué cosa rara son las decisiones. ¿Las tomamos o nos toman ellas a nosotros? ¿Perseveramos nosotros en la decisión que hemos tomado o persevera la decisión dentro de nosotros, torciendo nuestras acciones, nuestras palabras, nuestras ideas y nuestras percepciones en un único sentido, hacia una única meta?

Tres mujeres jóvenes toman una decisión. Tres mujeres jóvenes perseveran en esa decisión que han tomado o esa decisión persevera en ellas. Ese es el punto en común entre las tres películas que forman el cuarto programa de Contactos. Una decisión: “Me voy a casar”. Porque lo que estas tres mujeres jóvenes han decidido es eso, que se van a casar, y lo han decidido solas, cuando esa es una de esas decisiones que, se supone, hay que tomar al menos entre dos. Así que, durante las películas, veremos, entre otras cosas, eso, cómo una mujer joven actúa para que esa decisión que ha tomado sola acabe siendo una decisión conjunta. No hay, en realidad, argumento más sencillo. Las historias, nos suelen decir, se resumen en que un personaje quiere algo y al final lo consigue o no. Pero, al resumir así las historias, presuponemos que el hecho mismo de querer algo no tiene misterio, cuando en realidad las cosas del querer, del querer a alguien pero también del querer algo, no son tan evidentes. En estas tres películas ese querer algo es como una fuerza desatada. No es que el personaje quiera algo, es que el querer atraviesa al personaje. Son, también, tres comedias. Tres comedias que por momentos son de reírse mucho pero que en realidad son comedias extrañas. Quizás porque por debajo se nota la fuerza de ese querer que aspira a doblegar la realidad, a hacer que el mundo se rija según un deseo. 

Bringing Up Baby, de Howard Hawks, es una comedia de 1938, con Katharine Hepburn y Cary Grant. Es una comedia de esas alocadas en las que una situación sencilla va derivando hasta volverse casi un sueño que bordea placenteramente la pesadilla. Es una película con un esqueleto de brontosaurio, una clavícula intercostal y un leopardo. El leopardo es de Katharine Hepburn y el título que se le dió a la película en España, La fiera de mi niña, juega con la ambigüedad: ¿la fiera es el leopardo o es el personaje de Katharine Hepburn? O quizás la fiera sea esa fuerza singular y testaruda que atraviesa al personaje y que nadie podía encarnar como Katharine Hepburn y nadie como Cary Grant podía recibir como una oleada que no puede contener.

Due soldi di speranza, de Renato Castellani, es una película italiana de 1952. Ganadora de la Palma de Oro en Cannes, quizás no sea tan recordada como debería. Se podría decir de ella que es una película neorrealista (rodada en un pueblo cerca de Nápoles con actores no profesionales) o una comedia italiana, pero es, ante todo, una película singular. Al mismo tiempo tierna y feroz, retrata un mundo lleno de gritos e incordios, lanza con un ritmo endiablado una sucesión de ideas inolvidables que no se dan respiro unas a otras. Es una película  que no deja de ser lúcida sobre la pobreza en la que viven sus personajes, sobre lo que esa pobreza implica: un mundo que es un puro presente de supervivencia sin poder pensar en un futuro. Un mundo, pues, en el que pensar en el matrimonio es para los personajes pura ilusión, pero una ilusión que los devora y que hace del personaje que interpreta Maria Fiore algo nunca visto en el cine, una hija de fabricante de fuegos artificiales que parece hecha, toda ella, de pólvora. 

Al poco de empezar Le beau mariage, de Éric Rohmer, la protagonista, Béatrice Romand, anuncia de pronto: “Me voy a casar”. No sabe con quién. Sólo sabe que se va casar. Lo sabe porque lo ha decidido. O quizás no, quizás no lo ha decidido ella. Mientras vemos la película tenemos varias veces la sospecha de que las palabras no están ahí para expresar las ideas de los personajes, sino que las palabras preceden a las ideas. Las palabras generan la realidad. La película es una comedia sentimental. O quizás no. Quizás, al igual que no somos exactamente lo que decimos ser, tampoco la película sea lo que aparenta, porque poco a poco va creciendo una tensión por debajo, un suspense que se va volviendo tan intolerable como la conciencia de un peligro inminente en una película de Hitchcock. La joven perseverante cree estar tendiendo una trampa sin darse cuenta de que en realidad la trampa que está tendiendo se está cerrando sobre ella misma, porque una decisión puede ser una liberación pero puede ser, también, una trampa, un engaño de las palabras que piensan por nosotros, más rápido que nosotros, y que impiden escuchar, con la debida atención, al deseo. 


La señora sin camelias (programa 6a: La Cenicienta - Me he casado, pero...)

¿Acaso existe una sola película que no esté fascinada, de una manera u otra, por aquello que ha elegido denunciar? Me parece que no (esto ...