Los cuentos, a menudo, terminan con una boda: se casaron, vivieron felices y comieron perdices. Como si la boda fuese el final de la ficción, el principio de otra cosa. Sin embargo, también hay otros cuentos de los que se podría decir que empiezan con la boda, por ejemplo Barba azul o, en cierto modo, con disimulo, La bella y la bestia. En esos cuentos, una mujer joven se va a vivir con un hombre y sólo al llegar al castillo o a la casa descubre dónde se ha metido, cuál va a ser su vida a partir de entonces.
Las tres películas de este nuevo programa de Contactos, “Recién casados”, podrían ser, cada una a su manera, variantes de esos cuentos. Las tres empiezan con una boda y en las tres la mujer tiene que irse a vivir al mundo del marido, un mundo que hasta ahora no conocía. En las tres se logra filmar eso, el momento en el que una mujer descubre su nuevo hogar, ya sea barcaza, cabaña o casa. En las tres películas parece como si el cine hubiese sido inventado para eso, para filmar el encuentro entre un ser y un lugar que hasta entonces eran ajenos el uno al otro. No es aquí la mirada del héroe seguro de sí mismo que a donde va lo entiende todo a la primera, sino la mirada de alguien que descubre un mundo que, en el fondo, ni siquiera podía imaginar. Y es asombroso cómo las tres películas, por su puesta en escena, logran hacernos sentir eso: una conciencia que de pronto tiene que asimilar un mundo ajeno.
En las tres películas, claro, ese choque entre la mujer y el mundo del marido resultará complicado. Ella, en realidad, trae consigo su propio mundo y nada puede funcionar si del encuentro no nace otro mundo más, uno que ya no sea el de ella ni el de él, uno que sea el mundo de los dos, porque esos mundos están ahí para cambiar y cuando no lo hacen, cuando uno intenta imponerse al otro, entonces no hay matrimonio que valga.
En L’Atalante, de 1934, película febril de Jean Vigo, realista e irreal al mismo tiempo (que rodó y montó poco antes de su muerte, muy joven, a los veintinueve años), la joven esposa sale por primera vez de su pueblo el día de su boda para irse a vivir con su joven marido a la barcaza de la que él es capitán. La barcaza, una de esas que recorren los canales de Francia, es un pequeño mundo cerrado, aislado de todos esos lugares (campos, pueblos, París) que atraviesan pero que apenas se adivinan a lo lejos, más allá de la orilla, de oídas más que de vista (el sonido era entonces un invento reciente y la película se asombra con sus posibilidades). La barcaza avanza por el canal como una de esas atracciones de feria que trazan una y otra vez el mismo recorrido a través de un mundo mágico que no se puede tocar. Es una vida sobre raíles y es, además, un mundo de hombres. Son tres. El marido, un grumete adolescente y un viejo marinero extravagante, interpretado por Michel Simon, cuyo camarote es un pequeño museo de curiosidades y cuyas palabras son una recopilación de anécdotas inconexas, como si se hubiese convertido a sí mismo en toda la fantasía que la monotonía del recorrido de las barcazas impide.
Drums Along the Mohawk, de 1939, de John Ford, empieza por un ramo de flores tembloroso en manos de una novia a punto de decir sí. La película va, en parte, de esos nervios ante lo desconocido, ante aquello que marca un antes y un después en la vida. La joven esposa, nacida en una buena familia del Este, va a descubrir el precario mundo de la frontera, en el valle del Mohawk, a finales del siglo XVIII, cuando la independencia de Estados Unidos ya ha sido declarada pero todavía no es una realidad. Es un mundo campesino y al mismo tiempo es un mundo en guerra. De las tres películas es aquella que transcurre a lo largo de más tiempo (y, al fin y al cabo, de lo que va la cuestión del matrimonio es de tiempo, tiempo a partir de ahora pasado juntos, una promesa de eternidad que puede asustar o dar seguridad) y es aquella en la que más claramente mujer y marido se van dando el relevo: si él pierde confianza la tiene ella, si ella pierde confianza la tiene él.
En Stromboli, de 1950, de Roberto Rossellini, el encuentro entre la protagonista y el mundo del marido es el más violento de las tres películas. Sabemos desde el principio que ella no se casa por amor sino por salir de un campo de prisioneras y lo que descubre al llegar a Stromboli es, en cierto modo, otra prisión, una prisión rodeada por el mar, bajo la sombra amenazante de un volcán y bajo la mirada siempre desconfiada de todo el pueblo. La película, además, redobla ese choque del personaje con el entorno al filmar cómo una estrella de Hollywood, Ingrid Bergman, se encuentra con un cine hecho de otra manera. Pero tampoco en este caso se trata de un registro documental, sino de la invención, secuencia a secuencia, de una forma que cuente eso, un ser ante un mundo que no es el suyo y que quizás, por esa falta de control, por ese despojamiento, queda reducido a sus propias fuerzas, a su esencia. La película empieza por una boda pero es en realidad la historia de una soledad y del encuentro, quizás, no de una mujer con su marido sino de una mujer con un volcán.
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