lunes, 24 de mayo de 2021

Le beau mariage (programa 4: Me voy a casar)


 (...) No es la primera vez que una película de Rohmer produce esa sensación de objetividad, tan difícil de analizar. Se debe, creo, a esto: Rohmer filma casi siempre a gente habladora que habla sin medida (es decir, de cualquier manera) de los deseos que tienen - o que no tienen. Las mujeres libres, los dandies sesentayochistas, los héroes medievales, los histéricos, tienen esa franqueza de palabra. Pero nada, en los otros personajes ni en decorado, en las astucias del guión ni en la “mirada” del autor desmiente ni confirma lo que dicen de sí mismos. No hay ningún eco. Todo deseo proferido es, por ese hecho, indecidible. El espectador es puesto entonces en una situación muy interesante, que concurre mucho en el “encanto” del cine de Rohmer (pero “encanto” en el sentido “mal de ojo”). O bien hace como si entrase en la ficción del deseo del personaje (porque es en sí deseo de una ficción, de una historia, “una storia” como las que reclaman en Passion [Godard, 1982]. O bien se contenta con mirar la película, contemplar su puesta en escena, y ve bien que no se trata -pero nada de nada- de un mundo de deseo. En términos lacanianos y por ir rápido, se puede afirmar que Rohmer es menos un cineasta del deseo que de la demanda, la demanda siendo nada menos que el deseo alienado en la trampa del discurso (“me voy a casar”).

Le Beau Mariage es una comedia, pero una comedia extraña, en la que asistimos -a sabiendas- a la preparación minuciosa de un plan que no puede funcionar. Rohmer podría ponernos de parte del deseo de Sabine o, al contrario, significarnos muy pronto que no tiene ninguna posibilidad. Pero en los dos casos el espectador perdería su bien más preciado: su libertad de juicio. Rohmer lo mantiene, pues, entre medias, en suspensión. Cuanto más avanza la película, cuanto más odiosa y, literalmente, ineludible, se vuelve Sabine, más se siente llevado el espectador a desear que algo funcione a pesar de todo, que algo, cualquier cosa, suceda. No se le da tanta libertad al espectador más que para tentarlo, teología cristiana obliga. Tentación de creer en lo increíble, de ir contra lo que ve en la pantalla. Reconocemos ahí el esquema puritano-hitchockiano que Rohmer estudió tan bien en su día, el arte de hacer funcionar un máquina en el vacío, con “me voy a casar” en el papel del MacGuffin. (...)

El mundo de Rohmer es así. Es deseo es mímica, tomada el pie de la letra,monería. Recordad el inicio de Perceval (y la famosa pregunta hecha al primer caballero que se encuentra: “¿Sois Dios?”). La imitación del deseo merma en alguna parte la integridad de los cuerpos sobre los cuales se injerta. Sino, esos cuerpos habitan el mundo como objetos singulares, abocados a la singularidad, prometidos ala objetividad de la cámara, al gusto de Rohmer por la etnología social. Un deseo-MacGuffin para un mundo perverso. Un mundo en el cual el señuelo del deseo produce el señuelo del movimiento pero en el que el único goce -el del Maestro, el de Dios- queda reservado al retorno a la casilla de salida y al goce de ese retorno. Al de Hitchcock, hay que añadir el nombre de dos grandes obsesivos: Hawks (que Rohmer siempre ha amado por sus cualidades deportivas) y Buñuel (del que siempre ha desconfiado por su falta de respeto exhibida hacia la religión).

Cineasta clásico, Rohmer choca con un problema mayor del clasicismo: va cada vez más deprisa (comparadas con Le Beau Mariage o La femme de l’aviateur todas las peliculas francesas parecen aquejadas de languidez y de estancamiento narcisista), pero cuanto más rápido va, menos va a alguna parte. La moral del clasicismo, si se quiere, consiste en negarse a dar el espectáculo de la mímica de la evolución de los personajes, o de la resolución de la ficción. En una comedia, en un proverbio, en una película de Rohmer, la “moraleja” es inherente a la situación de partida, a sus factores, así como el fracaso de Sabine reside enteramente en su manera de aferrarse al significante “me voy a casar”. Un personaje rhomeriano no evoluciona, no cambia, no resuelva nada; es al final de la película lo que era al principio y era al principio lo que es el actor fuera de la película. Es por eso que Rohmer logra tan admirablemente integrar en una misma película actores curtidos, debutantes, no-actores y amigos. Sin duda porque cree en la trascendencia, trata todo únicamente en el plano de la inmanencia. Su metafísica tiene una parte de física y le mantiene a resguardo de todo idealismo (en ese sentido es realmente la anti-ficción de izquierda). Pero rechazar la evolución es una cosa, no contar una historia es otra. Hace falta a pesar de todo, un principio y un final. (...)

La maison-cinéma et le monde. Tome 1 - Le temps des “Cahiers” (1962-1981), Serge Daney


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