¿Acaso existe una sola película que no esté fascinada, de una manera u otra, por aquello que ha elegido denunciar? Me parece que no (esto está sin duda ligado a la naturaleza intrínsecamente fascinadora de toda imagen en movimiento) y es por eso que una cuestión como esta solo tiene un interés extremadamente general (y debería dejar de proporcionar respuestas y argumentos en tal o cual debate particular). Lo que importa, en cambio, es la naturaleza particular de la fascinación que trabaja en tal o tal película. La de Antonioni, cuyo propósito es muy claramente el desmitificar el mundo del cine (más precisamente: la vida y la carrera de una estrella) es, desde ese punto de vista, apasionante. Tratando de cine, las películas suele hacer como si se aproximasen a ese mundo, hacen como si desmontasen sus mecanismos y lo volviesen cercano para el espectador para, en una pirueta final, volverlo aún más ineluctablemente mítico y lejano. El proceder de Antonioni es muy diferente: en ningún momento somos invitados a entrar en la cocina para supervisar la preparación de los platos y vigilar las intrigas bajo la mesa. Al contrario: se nos mantiene a distancia, durante toda la duración de la película, y siempre a la misma distancia, aquella que separa al espectador vivo del espectáculo de muerte. Nada trágico ni aterrador sin embargo: el mundo del cine es para Antonioni simplemente una cosa curiosa y congelada, una serie de imágenes abstractas que se niegan curiosamente a animarse. El mundo de la foto-novela: se sueña con él, se entra en él por medio del sueño, pero permanece siempre inaccesible, como petrificado por la pureza del estereotipo. Qué importan, al fin y al cabo, las errancias y errores de Lucía Bosé, su felicidad abortada, su desencanto de actriz, su tristeza imborrable, puesto que lo importante aquí es que todo eso se lo pueda pagar. Es pues desde un lugar curiosamente muy cercano al del espectador más ordinario (el popular) desde donde Antonioni considera su película y filma sus rostros: complicidad fabulosa —pues se trata de una fábula— entre aquel que no puede comprender (el cineasta) y aquel que comprende que no puede (el espectador). El cineasta es un pájaro que choca contra una ventana pero que vuelve a ella: del otro lado suceden cosas extrañas, cosas que observar cuidadosamente. Sabe que no explican pero también sabe describirlas. El espectador es un pájaro que choca contra una ventana pero vuelve a ella: es porque ha tenido tiempo de percibir su propio reflejo. Sabe que no es más que un reflejo pero también sabe que el reflejo es bello. El cineasta: ¿con qué fin actúan así, se agitan siquiera?” El espectador: “¿con qué fin se agitan así, actúan siquiera?” O lo contrario. Pues la frontera es fina, muy fina, entre aquel que se pregunta si trata con gentes conscientes y aquel que se pregunta si trata con vivientes. Los personajes de La señora sin camelias están como fijados por el estupor, fijados en una rigidez no cadavérica sino fotográfica. Viven al ralentí, se alimentan de sueños, no tienen sustancia. Sus siluetas se recortan claramente sobre fondos que contrastan. A sus ideas, siempre las mismas, les dan vueltas hasta el infinito, como si estuviesen atrapados en los surcos de un viejo disco rayado. Ningún dolor altera nunca sus rasgos. ¿Cuántas veces han vivido ya todo esto?
Ambigüedad: he aquí una palabra que no quiere decir gran cosa. La ambigüedad del cine contemporáneo viene en gran parte de que sus autores, queriendo nadar y guardar la ropa, se niegan a adoptar un punto de vista claro sobre los personajes y las situaciones que describen. Un punto de vista, siempre lo tienen, y cuando este se transparenta, a menudo por torpeza, las cosas se estropean. Es ahí donde se ve, en una película, con quién se trata. Gentes poco recomendables, de una moral dudosa y de una ética problemática, vendedores de ropa sucia, vendedores. (Ya se sabe. Todo el mundo lo sabe. ¿Es acaso una razón para no repetirlo?) La ambigûedad de la posición de Antonioni ante el mundo del cine no tiene nada que ver con la de los vendedores de humo: simplemente, sorprendido de que se puedan agitar tan febrilmente en medio de tantos falsos problemas, curioso como un niño ante un acuario, mira a la gente del cine con la altura de aquel que no ha aprendido a mentir, quizás un poco envidioso de lo que la estupidez y la vacuidad dejan como tiempo libre, todo ese tiempo que se puede emplear de otra manera, todo ese tiempo que él filma tal cual.
Louis Skorecki, Cahiers du cinéma, nº297