lunes, 27 de septiembre de 2021

La emperatriz Yang Kwei Fei (programa 6a: La Cenicienta - Me he casado, pero...)



En la primavera de 1955, Mizoguchi realiza “Yokihi” (La emperatriz Yang Kwei Fei) en una coproducción sino-japonesa. Run Run Show, de Hong Kong, nos había propuesto el proyecto. Escribí el guión con Tsuji Kyuichi y Narusawa Masashige. Era la primera vez que hacíamos una película inspirada de una historia de China. Mizoguchi era un gran amante y conocedor de los objetos de arte, la estética y los usos de la época chica Tang, pero yo, en cambio, los ignoraba por completo. Mizoguchi me llevó varias veces a visitar museos y templos. Aprendía así cómo nuestra civilización de la era de Nara había sido influenciada por la de la era Tang. Quedé conmovido y deslumbrado por la civilización de esa época china que estudié por medio de todos los documentos disponibles: “Canción de la pena sin fin”, poema de Bai Juyi, o “Balada del laúd”, poema de Du Fu, que cuentan los amores célebres del emperador Xuanzong y e Yang Kwei Fei; la Rebelión de An Lushan; el significado histórico de la Ruta de la Seda, de la Zona del Oeste; (...) el rol de los eunucos, de los harenes; las fiestas, las costumbres chinas, etc. Pero tenía muchas dificultades. En el guión inicial, para resaltar el aspecto fundamentalmente intrigante de Yang Kwei-Fei, quería insistir en al menos dos puntos (que por otra parte son históricamente auténticos): 1)Yang Kwei Fei fue primero la mujer legítima del príncipe Shou, hijo del emperador Xuanzong. Fue ascendida posteriormente al rango de emperadora. 2) Una vez emperatriz, Yang Kwei Fei ya no disimuló: su orgullo y su egoísmo se manifestaron a plena luz. Pero no tuvimos en cuenta todos estos elementos, en primer lugar para simplificar la intriga y, sobre todo, para hacer de Yang Kwei Fei una “heroína”; hicimos de ella una mujer pura e ingenua que su entorno explota por interés. Eso nos condujo a una esquema melodramático.

Souvenirs de Mizoguchi, Yoshikata Yoda, Cahiers du cinéma nº206


    Haría falta, para hablar convenientemente de La emperatriz Yang Kwei Fei, una de las últimas películas de Kenji Mizoguchi, movilizar todo un arsenal de comparaciones musicales. El cine es el arte más cercano a la música porque es un arte del tiempo y porque la economía interior de una película está más cerca de la de un concerto, de la de una sonata, véase de la de una sinfonía, que de la de un cuadro o una novela. Así, si Yang Kwei Fei puede evocar la Bérenice de Racine por su desgarro elegíaco, Cinna o Nicomède de Corneille por la amplitud de los intereses en juego, Ricardo II de Shakespeare por el papel del personaje imperial, es finalmente con Mozart con quien se impone la comparación, por una suavidad de modulación sin par. El principal actor de Yang Kwei Fei no es el emperador Huang Tsung, ni la emperatriz Kwei Fei, es el tiempo. El emperador destronado y relegado a un ala de su palacio recuerda los días pasados. Y es la cualidad incomparable de ese recuerdo lo que confiere a la película sus acentos sublimes, puesto que la evocación de una pasado todavía cercano, y tan feliz, permite a ese príncipe elegíaco acceder a la eternidad. La fragilidad y la incertidumbre de un amor temporal se desvanecen en provecho de una felicidad eterna más fuerte que la muerte. El amor es una vocación e implica evidentemente una exigencia de absoluto en la que medida en que pretende escapar a las contingencias del tiempo y de la muerte. Rechaza la necesidad inexorable y la lógica implacable de nuestro universo, sus servidumbres, sus leyes y sus límites. De ahí el tema de la reencarnación que nos asegura que ni siquiera la muerte prevalece sobre nuestra sed de eternidad, nuestra creencia en el triunfo último del amor. Pensamos aquí en la admirable Vértigo, de Alfred Hitchcock, pues las dos películas tienen en común una meditación sobre el amor y sobre la muerte. (...)

A la tragedia política, a la historia de un imperio tan poderoso en apariencia y tan débil en realidad, responde una tragedia privada que la desgracia de los tiempos vuelve aún más emocionante. En este mundo a la vez bárbaro y refinado no hay lugar para príncipe soñador y esteta que no ajusta su comportamiento a la razón de estado. La razón profunda de las desventuras del emperador Huan Tsung no es que la familia de su mujer dilapide el tesoro, sino que dedique demasiado tiempo a la música y al amor. Sacrifica el arte de reinar al arte de vivir y subordina indebidamente las exigencias del poder a las de la pasión. En consecuencia, la renuncia de Yang Kwei Fei no le sirve para nada y ella perecerá únicamente por su culpa. Ahí, una vez más, Mizoguchi pinta a la perfección el carácter al mismo tiempo entrañable y decepcionante de este noble personaje.(...)

Jean Domarchi, Une inexorable douceur, en Cahiers du cinéma nº 98



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