viernes, 24 de septiembre de 2021

Programa 6a "La Cenicienta - Me he casado, pero..."

 

Entonces la madre fue a buscar un cuchillo y dijo:

Córtate el dedo gordo; cuando seas Reina irás siempre en carroza y no lo necesitarás.

Cenicienta, Hermanos Grimm

Algunos cuentos, durante siglos, nos contaron que con la ayuda de la belleza, de un buen corazón o de un poder fantástico (las hadas, los animales del bosque, los muertos, el falso azar), se podía pasar de la pobreza al palacio, del desprecio a ser el centro de atención de un gran baile. Un poder fantástico hacía visible lo que nadie más veía, la joya cubierta de ceniza, la elegancia insospechada, el rostro nuevo, el rostro único, la transformación. Un poder fantástico hacía de una muchacha ignorada una princesa o, llegado el siglo veinte, hacía de una muchacha ignorada una estrella de cine. (Porque, al fin y al cabo, ¿acaso no era el baile en el castillo un gigantesco casting? ¿Acaso no era la prueba del zapatito de oro o de cristal algo así como una prueba de cámara? Pues la cámara también tiene su magia y sabe sobre la fotogenia cosas que nuestro ojo a veces ignora.) Y, al final del cuento, estaba la promesa de una ascensión social, de una vida nueva, una vida regalada, una vida de palacio en la que ya ni haría falta caminar o, quizás, en la que ya no se podría volver a caminar. 

Las tres películas de este nuevo programa de Contactos evocan, cada una a su manera, la fulgurante ascensión social de Cenicienta. Tres mujeres jóvenes y pobres son vistas como por primera vez, como si nadie las hubiese visto de veras hasta entonces. Son reconocidas por su belleza o por su encanto, también por su buen corazón, y se casan con un emperador, un noble o, más prosaicamente, un productor de cine. Y entonces empieza la vida nueva, la vida de palacio. Y entonces descubren que en esa vida de palacio más valdría haberse cortado el dedo gordo del pie, más valdría no desear caminar. Cuando ellas logran entrar en el prometedor palacio, el palacio se cierra sobre ellas como una jaula, una jaula en la que a veces el marido comparte la condición de prisionero y en otras se convierte en carcelero. 

La emperatriz Yang Kwei Fei, de Kenji Mizoguchi, recrea una historia entre real y legendaria de la dinastía Tang. Como la Cenicienta, Yang Kwei Fei es encontrada en la cocina, con la cara sucia, despreciada por su propia familia. Forzada a una especie de casting disimulado, se convierte en consorte del emperador y pasa a vivir en palacio, en un mundo al mismo tiempo delicado y cerrado, como si los personajes viviesen en un crepúsculo casi perpetuo, un mundo del que ella y el emperador apenas pueden escapar una única noche, una noche de secreto, baile y alcohol, una noche de esas que nunca se podrán olvidar, una noche irrepetible porque se salta el protocolo pero también porque el desastre ronda, porque con Yang Kwei Fei han llegado a palacio sus familiares, personajes que parecen de opereta o de caricatura y que sin embargo, sin dejar de ser ridículos como lo eran las hermanastras de Cenicienta, se dedican a juegos de poder de lo más reales y destructivos. El ridículo, no lo olvidemos, mata. 

En Rebecca, de Alfred Hitchcock, una joven huérfana sin nombre, que trabaja como acompañante de una mujer rica e insoportable cual madrastra de cuento, es vista, como entre fogones, por un hombre rico y melancólico, Max de Winter. Se casan. De Winter vive en una mansión de esas que aparecen en postales y que una chica como la joven, normalmente, sólo podría haber visto de lejos o visitado con un grupo de turistas. Una mansión que, al contrario que la joven, tiene nombre propio, Manderley. La joven entra en lo inalcanzable, en la postal y en el nombre, y lo inalcanzable se cierra sobre ella como una jaula, haciendo de ella una permanente niña de cuento que empuja puertas demasiado grandes, que se pierde como en un bosque en el lugar que debería ser su hogar. A pesar de haberse casado con el príncipe, la joven no logra ser princesa, no logra ser lo que siglos de tradición y el recuerdo de la primera mujer de de Winter han determinado que debe ser una princesa. 

En La señora sin camelias, de Michelangelo Antonioni, una joven que trabajaba en una mercería es descubierta por un productor de cine que hace de ella una estrella. El productor se casa con ella sin darle tiempo a que ella lo piense, suponiendo que la propuesta de matrimonio de un príncipe, o de un productor, no se rechaza. Suponiendo también que toda muchacha sensata estaría dispuesta a cortarse el dedo gordo del pie si le prometen que ya siempre viajará en carroza, que ya nunca hará nada por sí misma. Pero la libertad de ella, lentamente, a contrarritmo de la velocidad del productor, insegura, un poco coja, tanteando, sigue su propio curso. 


(Programa al hilo de la programación de La Cenerentola en el Teatro Real. El título del programa, "Me he casado, pero..." viene, como tantas otras cosas, de Carla Maglio (y, antes, claro, de Ozu).).

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