martes, 6 de julio de 2021

Stromboli, por Jacques Lourcelles

Primero de los seis largometrajes que Rossellini realizará con Ingrid Bergman, serie de películas capitales en el cine de después de la guerra por su modernidad, su coherencia y su belleza. La mayor parte de estas películas relatan la experiencia de una pareja de entrada poco afín. Pero aquí Bergman ocupa prácticamente sola el centro de la acción y su aventura esencial es el descubrimiento de una tierra y, a través de ella, de la presencia de Dios. El título italiano Stromboli, terra di Dio debe ser tomado al pie de la letra. Rossellini es por excelencia el cineasta de la encarnación y ese descubrimiento no puede realizarse más que en una dimensión cósmica, fundamental en la película. Intimismo e intuición cósmica, ligados entre sí por una necesidad visceral de aprehender la realidad en lo más concreto de sí misma, son los dos ejes del cine moderno de después de la guerra del cual Rossellini es al mismo tiempo el fundador y el mejor representante. La modernidad de Stromboli y de las otras películas de la serie no sería nada o, mejor dicho, no existiría, si no fuese también el fruto de las investigaciones de un admirable artista, tan gran pintor como dramaturgo, y en el cual el supuesto amateurismo encubre una capacidad fulgurante para dar a su visión un aspecto de novedad absoluta al mismo tiempo que de universalidad. Sólo Walsh y Murnau han sido capaces, por ejemplo, de integrar en una única secuencia tantas capas de realidad- integración que consigue ligar a una experiencia individual todo el cosmos (véase la secuencia de la pesca del atún donde a la espera y al silencio le suceden la alegría y el alborozo, antes de que estalle la violencia aterradora que concluye la escena). Toda la acción de la película es de una única pieza, una misma corriente, viendo pasar a la heroína sin transición, ni progresión, ni dialéctica, de un rechazo total de la realidad que la rodea a una aceptación casi milagrosa de ese entorno, aprehendido entonces como un entorno divino. En el plano formal, esa corriente única corresponde a la misma ambición que, por ejemplo, la de un Preminger, o la de todos los cineastas deseosos de que sus películas den la sensación de estar hechas de un único y largo plano. Esta exigencia de unidad caracteriza a esa modernidad del cine que apareció tras la guerra. Stromboli se benefició, si se puede decir, del escándalo, surgido durante el rodaje, de la revelación de los amores entre la actriz, casada y madre de una niña de diez años, y el realizador, pareja de Anna Magnani, en un país en el que el divorcio no existía. Eso no impidió que la película fuese un notorio fracaso de taquilla y que fuese masacrada por la crítica internacional. En su autobiografía, Ingrid Bergman evoca de manera apasionante el rodaje de la película, que se prolongó durante ciento dos días, los métodos de trabajo insólitos de Rossellini, que a menudo la chocaron, y sobre todo su propia tensión interior. En cierto modo exiliada, atrapada por su aislamiento y por las responsabilidades que los productores americanos intentaban hacer pesar sobre ella (no dudando en hacerle saber, por ejemplo, que si no cambiaba su comportamiento sus tres últimas películas, Juana de Arco, Under Capricorn y esta, corrían el riesgo de ser prohibidas para siempre), ¿cómo no se habría sentido hermana de la heroína que interpreta? A lo largo de toda la película esa proximidad parece darle al genio de la actriz una intensidad suplementaria. Bergman y Rossellini, productores de la película, pelearon con la RKO, distribuidora, durante el rodaje. Rossellini montó su propia versión (de 106 minutos) exhibida únicamente en Italia y por supuesto doblada al italiano, mientras que los americanos fabricaron una versión de 77 minutos distribuida en Estados Unidos y en Europa. (...) La comparación entre el montaje de Rossellini y al montaje americano (accesible en casetes comerciales inglesas y americanas) da ocasión para una extraordinaria lección de cine, de tan execrable y desfasado que es el trabajo de los montadores americanos, resaltando de manera espectacular el de Rossellini. Además del añadido de una pequeña presentación documental (de estilo turístico) de la isla al principio de la película, además de suprimir una de las escenas más bellas (el vagabundeo de Bergman por el laberinto del pueblo y su encuentro con los viejos obreros que restauran su casa), además de la intervención tres o cuatro veces de una voz en off explicativa que crea su propio final feliz en lugar de la suspensión querida por Rossellini (la voz dice que Karin ha comprendido que solo puede encontrar la paz de espíritu regresando junto a su marido), además de todo eso, todas las decisiones puntuales de los montadores americanos son catastróficas. Lo mismo suprimen partes de planos (por ejemplo, la llegada del marido en la escena de la serenata, lo que hace que parezca caído del cielo) o de planos enteros (por ejemplo, el inicio admirable de la escena en la que Karin, tumbada sobre las rocas, ve correr hacia ella a un grupo de niños) o series de planos (inicio del interrogatorio de Karin en el campo), que añaden un plano general para concluir de manera más convencional una secuencia (por ejemplo, la de la misa), etc. Único añadido interesante de la versión americana: una corta secuencia en la que Antonio obliga a su mujer a arrodillarse ante la tumba de su madre. 

Dictionnaire du cinéma. Les films., Jacques Lourcelles

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