lunes, 8 de marzo de 2021

Professione: reporter (Programa 2: ¿Qué hay en un nombre?)

Antonioni: Creo que sería interesante que esta entrevista tomase la forma de largas preguntas afirmativas y respuestas breves. Es la única forma posible. No puedo usar palabras. Un director es un hombre de acción, aunque esa acción sea intelectual. Mi vida está dividida entre dos tipos de experiencias, prácticas e intelectuales. Las dos me empujan a hacer algo y a comportarme de cierta manera pero no sé por qué. Es algo inconsciente. No puedo explicarlo. ¿Conoce a Pirandello? A Pirandelo una vez le preguntaron: “¿por qué ese personaje actúa de esa manera?” Respondió: “No lo sé, sólo soy el autor.”

Epstein: Pensando sobre la película esta mañana tenía la sensación de haber visto ciertas escenas antes. Me di cuenta de que era en El extranjero, de Camus. De pie junto a la ventana, Mersault recoge en su voz apática, como lo hace Jack Nicholson, la vida que pasa por la calle. También, por primera vez, el asesinato del árabe en la noela se me volvió una realidad más clara. Comprendía la explicación de Mersault sobre las cinco balas: fue el sol, fue el hecho de que estuviese ahí en determinado momento.

Antonioni: Alguien más ha hecho esa comparación. Creo que es fundamentalmente errónea. Mersault tiene problemas “existenciales”, problemas abstractos. Mi personaje, David Locke, tiene problemas muy concretos. Está frustrado con su vida. Su matrimonio es un fracaso. No está completamente satisfecho con su trabajo, aunque lo realice con éxito. Es incapaz de comprometerse más políticamente y no sabe porqué. La situación de Locke no es la misma que la de El extranjero.

Antonioni speaks -and listens, Renee Epstein, Film Comment, Julio-Agosto 1975

En su tipología, Nietzsche distingue dos figuras: el sacerdote y el artista. Hoy en día, tenemos sacerdotes de sobra: en todas las religiones e incluso fuera de la religión; pero ¿artistas? Quisiera, querido Antonioni, que me prestara un momento algunos rasgos de su obra para permitirme fijas las tres fuerzas, o, si lo prefiere, las tres virtudes que a mis ojos constituyen al artista. Las nombro ahora mismo: la vigilancia, la sabiduría y, la más paradójica de todas, la fragilidad.

Contrariamente al sacerdote, el artista se sorprende y admira; su mirada puede ser crítica, pero no es acusadora: el artista no conoce el resentimiento. Porque usted es un artista, su obra está abierta a lo Moderno. Muchos toman lo Moderno como una bandera de combate contra el viejo mundo, contra sus valores comprometidos; pero, para usted, lo Moderno no es el término estático de una oposición fácil; lo Moderno es, por el contrario, una dificultad activa para seguir los cambios del Tiempo, ya no solamente en el nivel de la gran Historia, sino también en el interior de esa pequeña historia cuya medida es la existencia de cada uno de nosotros. Iniciada al día siguiente de la última guerra, su obra ha sido así, de momento en momento, según un movimiento de vigilancia doble, al mundo contemporáneo y a usted mismo; cada uno de sus filmes ha sido, a la escala que a usted le es propia, una experiencia histórica, es decir, el abandono de un antiguo problema y el planteamiento de una nueva cuestión; esto quiere decir que usted ha vivido y tratado la historia de estos últimos años con sutileza, no como la materia de un reflejo artístico o de un compromiso ideológico, sino como una substancia de la que tenía que captar, de obra en obra, su magnetismo.

(...) usted trabaja para hacer sutil el sentido de lo que el hombre dice, cuenta, ve o siente, y esa sutileza del sentido, esa convicción de que el sentido no se detiene toscamente en la cosa dicha, sino que va siempre más lejos, fascinado por el sinsentido, es, creo, la de todos los artistas, cuyo objetivo no es esta o aquella técnica, sino un fenómeno extraño: la vibración. El objeto representado vibra en detrimento del dogma. Pienso en las palabras del pintor Braque: “El cuadro está terminado cuando ha borrado la idea”. Pienso en Matisse, dibujando un olivo, desde su cama, y poniéndose, al cabo de cierto tiempo, a observar los vacíos que están entre sus ramas, y descubriendo que, mediante esta nueva visión, se escapa de la imagen habitual del objeto dibujado, del cliché “olivo”. Matisse descubrió así el principio del arte oriental, que siempre quiere pintar el vacío, o que capta más bien el objeto figurable en el momento raro en que la totalidad de su identidad cae bruscamente en un nuevo espacio, el del Intersticio.(...)

Otro motivo de fragilidad para el artista es, paradójicamente, la firmeza y la insistencia de su mirada. El poder, sea cual sea, por ser violencia, no mira nunca: si mirara un minuto más (un minuto de más), perdería su esencia de poder. El artista, por su parte, se detiene y mira largamente, y me puedo imaginar que usted se hizo cineasta porque la cámara es un ojo obligado a mirar por disposición técnica. Lo que usted añade a esa disposición, común a todos los cineastas, es mirar las cosas radicalmente, hasta su agotamiento. Por una parte, mira usted largamente lo que nadie le había pedido mirar, ni la convención política (los campesinos chinos), ni la convención narrativa (los tiempos muertos de una aventura). Por otra parte, su héroe privilegiado es el que mira (fotógrafo o reportero). Esto es peligroso, pues mirar más de la cuenta (insisto en este suplemento de intensidad) molesta a todos los órdenes establecidos, sean cuales sean, en la medida en que, normalmente, el tiempo mismo de la mirada es controlado por la sociedad: de ahí la naturaleza escandalosa, cuando la obra se escapa de ese control, de algunas fotografías y de algunos filmes: no los más indecentes o los más combativos, sino simplemente los más “pausados”.

Por lo tanto, el artista no solamente está amenazado por el poder constituido -el martirologio de los artistas censurados por el Estado a lo largo de la Historia sería de una longitud desesperante-, sino también por la sensación colectiva, siempre posible, de que una sociedad puede muy bien prescindir del arte: la actividad del artista es sospechosa porque molesta a la comodidad, a la seguridad de los sentidos establecidos, porque es a la vez dispendiosa y gratuita, y porque la sociedad nueva que se busca, a través de regímenes muy diferentes, no ha decidido aún qué ha de pensar, ni qué habrá de pensar, del lujo. Nuestra suerte es incierta, y esta incertidumbre no mantiene una relación simple con las salidas políticas que podamos imaginar para el malestar del mundo; depende de esa Historia monumental, que decide, de una manera apenas concebible, ya no nuestras necesidades, sino nuestros deseos. (...)

Querido Antonioni, Roland Barthes en Cahiers du Cinéma, 1980.


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